Hoy 8 de
mayo, Día de las Madres, ha sido una gran jornada para mí en compañía de la
vieja Luisa García Rondón, que posee 87 años de edad y un tremendo espíritu
para seguir enfrentando la vida con la disposición de durar unos cuantos años
más.
Junto a sus
cinco hijos, casualmente varones, disfrutó a plenitud de la actividad que le
preparamos con tanto amor por la ocasión, en la casa de mi hermano menor
Reinaldo, en el reparto La Victoria de la ciudad de Las Tunas.
El cake, que
le compramos como es tradicional, fue una delicia. Ella picó con esmero en medio de las fotos que se le tiraron en
compañía de los suyos, y después ayudó a servirles a los presentes, junto a
correspondientes vasos de refresco.
Cuando le
tocó su turno de consumir, solicitó que fuera una porción pequeña con un vaso
mediano de refresco, y que más tarde volvería a degustarlo.
Aunque algo
raro en ella, en el transcurso de la actividad se la botó de peligrosa al coger
tragos de cerveza y bailar al compás de gustados números músicas propiciado por
un moderno equipo de música, que extendía hasta otras casas de los vecinos.
A la hora
del almuerzo, consumió con cautela y, a pesar de ciertos regaños, de la carne
que le sirvieron le dio una parte a cada uno de los cinco hijos. Y sonriente
repetía: “Déjenme que estoy realizando una de las costumbres que tengo desde
que eran chiquitos. Ahora son hombres
con hijos y nietos, pero los quiero igual”.
Aquellas
súplicas de los hijos fueron en vano, porque ella no concluyó hasta que le dio
una parte de cada cual.
Yo, que era uno
de los cerca de ella en la mesa, finalmente tuve que aceptar que cumpliera su
deseo a costa de la disminución de la carne que se comió.
En medio de
la alegría, fui el primero en retirarme para casa a fin de dedicarle la mitad
de la jornada a la esposa, y en esos instantes de partida, la vieja no se
cansaba en repetirme los saludos para Sonia, esposa, Rainer y Reinier, los dos
hijos, aunque sabía que el primero está trabajando en La Habana y vendrá en los
próximos días.
Antes de
partir, me entregó una cazuela con un pedazo de cake para que se lo trajera a
los que estaban en el hogar.
Entre tantos
ruegos para no me fuera, logré conversarla a ella y a los demás. Después del
abrazo y el beso de costumbre, me despedí con la ternura de las palabras que
siempre me dice: “Cuídate mucho, hijo”.
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